No podremos entender correctamente el amor de Dios si antes no comprendemos quiénes éramos antes de ser alcanzados por ese amor.
Romanos 5:6, 8 y 10 describen tres estados espirituales del ser humano antes de Cristo: débiles, pecadores y enemigos. Cada uno revela una carencia profunda, y cada uno encuentra su respuesta plena en la obra de Cristo. Veamos seguidamente cuales son:
Artículo 2 — “Pecadores”: la culpabilidad moral delante de Dios > “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.” (Romanos 5:8)
El término hamartōlōn señala responsabilidad moral objetiva, no mera imperfección. Pablo no reduce el pecado a un error psicológico o cultural, sino que lo presenta como transgresión real contra la ley santa de Dios. Romanos 5:8 introduce una dimensión judicial: el amor de Dios se manifiesta en un acto legal sustitutivo, no solo afectivo.
La Escritura mantiene una tensión contrastante continua: Dios es amor (1 Jn 4:8), pero también es justo (Salmo 89:14). Del mismo modo que expresa que el pecado genera culpa: “Todos pecaron” (Romanos 3:23). “La paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23). Cualquier teología que diluya la culpa moral vacía la cruz de su necesidad.
La respuesta cristológica se manifiesta. Cristo no ignora el pecado; lo asume vicariamente: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado” (2 Corintios 5:21). “Justificados en su sangre” (Romanos 5:9). “Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo” (1 Pedro 2:24). Aquí emerge la doctrina de la expiación sustitutiva penal, no como una construcción tardía, sino como el corazón del pensamiento paulino.
En conclusión. El amor de Dios no se demuestra pasando por alto la justicia, sino satisfaciéndola plenamente en Cristo. La cruz no relativiza el pecado; sino que lo confronta y lo vence.
Esta sección tiene como meta, presentar información oportuna, interesante y hasta curiosa para el
conocimiento sobre Dios y tu futuro eterno.
Si ha sido de provecho compártelo en tus redes sociales, para que otros también sean bendecidos.
(haz clic sobre las citas bíblicas para leer el texto completo)
No podremos entender correctamente el amor de Dios si antes no comprendemos quiénes éramos antes de ser alcanzados por ese amor.
Romanos 5:6, 8 y 10 describen tres estados espirituales del ser humano antes de Cristo: débiles, pecadores y enemigos. Cada uno revela una carencia profunda, y cada uno encuentra su respuesta plena en la obra de Cristo. Veamos seguidamente cuales son:
Artículo 1 —“Débiles”: La incapacidad radical del ser humano (Romanos 5:6). > “Porque Cristo, cuando aún éramos débiles (ἀσθενῶν), a su tiempo murió por los impíos.” (Rom 5:6)
El término griego asthenēs no describe una debilidad relativa, sino incapacidad funcional. En el NT se usa para enfermedad (Mt 25:36), impotencia (Jn 5:3–7) y fragilidad absoluta. Pablo no afirma que el ser humano tenía poca fuerza espiritual, sino ninguna capacidad real para actuar a favor de su reconciliación con Dios.
El contexto de Romanos 5: 1–3 confirma esta lectura:
incapacidad volitiva, o relacionado con la voluntad (no buscan a Dios – Ro 3:11),
incapacidad moral (no hay quien haga lo bueno – Ro 3:12).
Pablo se distancia tanto del optimismo antropológico como del moralismo religioso. La debilidad humana no es circunstancial, sino estructural. El problema no es la falta de información, sino la ausencia de poder espiritual. Esto coincide con: “Ninguno puede venir a mí, si el Padre… no le trajere” (Juan 6:44). “Estabais muertos en vuestros delitos y pecados” (Efesios 2:1). Un muerto no coopera con su sepulturero; un débil espiritual no coopera en su salvación.
La respuesta cristológica: La frase “a su tiempo” (κατὰ καιρόν) indica iniciativa soberana divina. Cristo no responde a una mejora humana, sino a una necesidad absoluta. “Porque lo que era imposible para la ley… Dios, enviando a su Hijo…” (Ro 8:3). “Mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Co 12:9).
En conclusión, Cristo no vino a potenciar una capacidad existente, sino a crear vida donde no la había. La cruz y su sangre, es la respuesta absoluta divina a la impotencia humana total.
Cristo Jesús quiere cambiar tu debilidad en fortaleza. ¿Lo dejarás actuar en tu vida hoy?
Una de las grandes virtudes del apóstol Pablo es su honestidad radical al describir la condición humana delante de Dios. En Romanos 5, lejos de suavizar el diagnóstico, Pablo lo presenta con una claridad que incomoda pero que, al mismo tiempo, prepara el terreno para una esperanza sólida.
No podremos entender correctamente el amor de Dios si antes no comprendemos quiénes éramos antes de ser alcanzados por ese amor.
Romanos 5:6, 8 y 10 describen tres estados espirituales del ser humano antes de Cristo: débiles, pecadores y enemigos. Cada uno revela una carencia profunda, y cada uno encuentra su respuesta plena en la obra de Cristo. Veamos seguidamente cuales son:
1. Débiles: incapaces de salvarnos. > “Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos” (Romanos 5:6).
La palabra griega usada aquí (asthenēs) no se refiere simplemente a fragilidad emocional, sino a incapacidad real. Pablo afirma que el ser humano no estaba simplemente enfermo, sino impotente espiritualmente para reconciliarse con Dios. Somos incapaces de hacer algo por nuestros propios medios para nuestro beneficio espiritual.
Esta debilidad es descrita en otros textos bíblicos: “No hay quien entienda, no hay quien busque a Dios” (Romanos 3:11). “Estabais muertos en vuestros delitos y pecados” (Efesios 2:1).
Un muerto no puede responder; un débil espiritual no puede salvarse a sí mismo. Aquí se rompe el mito del auto salvamento moral. Como diría Jhon Lennox, "el cristianismo no comienza con lo que el hombre puede hacer por Dios, sino con lo que Dios hace por el hombre". Sin embargo ante esta necesidad Cristo suple nuestra debilidad, “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Corintios 12:9). y “Porque lo que era imposible para la ley… Dios, enviando a su Hijo…” (Romanos 8:3). Cristo no espera que dejemos de ser débiles para salvarnos; hace suya nuestra debilidad y la vence desde dentro.
2. Pecadores: culpables delante de Dios. > “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8).
Aquí Pablo avanza del plano de la incapacidad al de la culpa moral. No solo éramos débiles; éramos responsables por nuestros actos. El pecado no es solo error, sino rebelión deliberada contra la voluntad santa de Dios. La Escritura es consistente en este diagnóstico: “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). “El alma que pecare, esa morirá” (Ezequiel 18:4).
El problema del pecado no es solo que nos dañe, sino que nos separa de Dios (Isaías 59:2). Si Dios es justo —y la Biblia afirma que lo es— el pecado no puede ser ignorado.
A pesar de todo lo anterior Cristo suple nuestra culpa: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado” (2 Corintios 5:21). “Justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Romanos 3:24). “La sangre de Jesucristo… nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).
En la cruz, Dios no relativiza el pecado; lo juzga plenamente, y al mismo tiempo ofrece perdón real. La justicia y el amor no se contradicen, se encuentran personificadas en Cristo.
3. Enemigos: hostiles hacia Dios. > “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo…” (Romanos 5:10).
Este es el diagnóstico más duro. Pablo no dice que éramos neutrales, sino enemigos (echthroi). No se trata solo de que no buscábamos a Dios, sino que, en el fondo, resistíamos su autoridad éramos opositores a El. Jesús mismo afirmó esta realidad: “La luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz” (Juan 3:19). “Porque la mente carnal es enemistad contra Dios” (Romanos 8:7).
El problema último del ser humano no es solo moral, sino relacional: rechazamos el señorío de Dios. Cristo suple nuestra enemistad con reconciliación. “Y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Colosenses 1:20). “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2 Corintios 5:19). “Ahora sois pueblo de Dios” (1 Pedro 2:10).
La obra de Cristo en la cruz no solo nos perdona; nos cambia de bando. De enemigos pasamos a ser hijos (Romanos 8:15).
En conclusión Cristo nos ofrece una gracia proporcional a nuestra necesidad extrema y gradualmente deplorable. Romanos 5 no disminuye nuestra condición; la expone con crudeza. Pero precisamente por eso, la obra de Cristo resplandece con mayor fuerza.
A débiles, nos da PODER.
Apecadores, nos da JUSTIFICACIÓN.
A enemigos, nos da RECONCILIACIÓN.
Como escribió el gran apóstol Pablo: > “Mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira” (Romanos 5:9).
El cristianismo no es el relato de una humanidad que asciende hacia Dios, sino de un Dios que desciende hasta la profundidad de nuestra condición para levantarnos y hacernos dignos ante el Padre. Esa es la lógica de la gracia. Y esa lógica sigue transformando vidas hoy. ¿Dejaras que ese poder transformador te cambie para siempre?
Esta sección tiene como meta, presentar información oportuna, interesante y hasta curiosa para el
conocimiento sobre Dios y tu futuro eterno.
Si ha sido de provecho compártelo en tus redes sociales, para que otros también sean bendecidos.
Hay escenas bíblicas que, aunque breves, quedan grabadas con una fuerza extraordinaria. Isaías 6 es una de ellas. El profeta contempla la santidad abrumadora de Dios, reconoce su propia impureza y, en medio de esa crisis, ocurre un gesto tan extraño como profundamente revelador: > “Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas” (Isaías 6:6).
Este carbón ardiente es un símbolo teológico denso, cargado de sentido bíblico, espiritual y racional. Como diría John Lennox, la fe bíblica no huye del pensamiento profundo, sino que lo invita a arrodillarse ante la verdad.
El problema se soluciona depurando el origen, es un asunto de mi santidad. Isaías acaba de confesar: > “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios…” (Isaías 6:5). Es interesante notar que Isaías no menciona primero sus acciones, sino sus labios. En la Biblia, los labios representan la expresión exterior del corazón. No es casualidad que Jesús diga siglos después: > “De la abundancia del corazón habla la boca” (Mt 12:34).
El profeta entiende algo clave: no se puede anunciar la verdad de un Dios santo con una voz no purificada. El problema no es simplemente moral; es ontológico. La santidad de Dios revela la insuficiencia humana.
El carbón: juicio que no destruye, fuego que sana. El carbón encendido proviene del altar, el lugar del sacrificio. Esto es crucial. No es un fuego cualquiera, sino un fuego consagrado, un fuego que ya ha tocado la sangre de la ofrenda sacrificada.
En toda la Biblia, el fuego tiene una doble función: Juicio (consume lo impuro); Purificación (refina lo valioso). El carbón toca los labios de Isaías —el lugar de su culpa confesada— pero no lo destruye. Lo purifica. > “He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado” (Isaías 6:7).
Aquí encontramos una lógica profundamente bíblica y razonable: Dios no niega el pecado, sino que lo trata con un medio que Él mismo provee. No es Isaías quien se limpia; es Dios quien actúa.
El carbón en el resto de la Escritura tiene un simbolismo significativo. El símbolo del carbón aparece en momentos clave de la revelación bíblica:
a).- Carbón y la presencia divina, en el Salmos 18:8, cuando Dios se manifiesta con poder, se dice: > “De su boca salían carbones encendidos”. El carbón está asociado a la energía activa de Dios, y a su palabra eficaz.
b).- Carbón y juicio purificador, en Proverbios 25:21–22: > “Ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza”. Pablo retoma esta imagen en Romanos 12. No se trata de venganza, sino de un acto que confronta, quema la dureza y abre la posibilidad de arrepentimiento.
c).- Carbón y refinamiento. Aunque no siempre se mencione literalmente el carbón, la idea del fuego refinador atraviesa textos como Malaquías 3:2–3: > “Será como fuego purificador… y purificará a los hijos de Leví”. El patrón es claro: Dios purifica para enviar, limpia para restaurar la función original.
Cristo y el carbón definitivo: Desde una lectura cristiana, el altar apunta inevitablemente a Cristo. Él es el sacrificio definitivo. El fuego del juicio que merecíamos no se niega, pero cae sobre Él. En el día de Pentecostés, el fuego vuelve a aparecer: > “Se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego…” (Hechos 2:3). Ahora no toca solo a un profeta, sino a toda la comunidad. El fuego ya no quema labios para silenciar, sino que enciende labios para anunciar.
El carbón en Isaías 6 no es un castigo cruel, sino una gracia ardiente. Dios no anestesia al profeta; lo sana de manera profunda. La fe bíblica no promete una transformación superficial, sino una purificación real, incluso dolorosa, pero siempre redentora.
En un mundo saturado de palabras, Dios sigue buscando labios que hayan sido tocados por su fuego. No para hablar más fuerte, sino para hablar con verdad. Y quizás la pregunta final no sea si estamos dispuestos a hablar por Dios, sino si estamos dispuestos a dejar que Él toque primero nuestros labios para purificarnos primero.
Esta sección tiene como meta, presentar información oportuna, interesante y hasta curiosa para el
conocimiento sobre Dios y tu futuro eterno.
Si ha sido de provecho compártelo en tus redes sociales, para que otros también sean bendecidos.
En Isaías 6:1–7 encontramos uno de los pasajes más sublimes de toda la Escritura porque nos muestra cómo la verdadera adoración expone, purifica y comisiona. Es un texto que no solo revela la gloria de Dios, sino también el proceso mediante el cual un creyente es preparado para servir.
1. La tansformación comienza con una visión correcta de Dios (v.1-4).
Isaías inicia diciendo: “En el año que murió el rey Uzías, vi yo al Señor…”
La muerte del rey marcó una crisis nacional, pero también un momento de claridad espiritual. Cuando los tronos humanos se vacían, el trono eterno se vuelve más visible. La visión de Isaías no es sentimental; es majestuosa, llena de símbolos de soberanía:
El Señor sentado en Su trono: imagen de autoridad absoluta.
Las faldas de su manto llenaban el templo: la gloria divina saturando todo.
Serafines proclamando: “Santo, santo, santo”: un énfasis triple que en hebreo expresa superlativo; Dios no es solo santo, sino infinitamente santo.
Warren W. Wiersbe solía decir que la adoración no comienza con nosotros hablando, sino con nosotros viendo. Antes de responder, Isaías contempla. Antes de ser enviado, es sobrecogido. Toda adoración genuina inicia cuando el creyente se encuentra con la grandeza de Dios y reconoce que está ante alguien totalmente distinto a él.
2. La verdadera visión divina revela nuestra condición (v.5).
Ante esta visión, Isaías exclama: “¡Ay de mí!”
Este “ay” es el mismo término profético que él antes había pronunciado sobre Judá; ahora lo pronuncia sobre sí mismo. La adoración auténtica no nos infla el ego; nos quiebra el orgullo.
Isaías reconoce dos cosas:
Su contaminación personal – “soy hombre de labios inmundos”, es decir, su instrumento de servicio (la palabra profética) estaba afectado por el pecado.
La contaminación colectiva – “habito en medio de un pueblo de labios inmundos”. La adoración lo hace consciente no solo de su pecado individual, sino del ambiente espiritual que lo rodea.
Como diría Wiersbe: “No podemos ver cuán sucios estamos hasta que veamos cuán santo es Dios.”
3. La gracia de Dios responde al corazón quebrantado (v.6-7).
Aquí aparece la parte más poderosa del relato: un serafín toma del altar un carbón encendido y toca los labios del profeta. Este gesto no es castigo, sino purificación. No es destrucción, sino misericordia activa.
El carbón proviene del altar, el lugar del sacrificio. Es una señal de que la purificación no surge del esfuerzo humano, sino del acto expiatorio de Dios. El toque del carbón produce tres efectos:
Contacto personal: Dios no envía un mensaje lejano; toca el área exacta de la necesidad del profeta—sus labios.
Purificación inmediata: “tu culpa ha sido quitada”. No hay proceso lento ni mérito humano; hay gracia aplicada directamente.
Capacitación para servir: antes del envío (v.8), viene la limpieza. El servicio sin purificación se convierte en activismo; el servicio después de la purificación es adoración en acción.
Este toque simboliza para el creyente lo que Cristo logra en su obra redentora: limpia lo que confiesa y capacita lo que llama. La adoración nos lleva a reconocer nuestro pecado, pero la gracia nos levanta para continuar.
4. La visión divina que transforma prepara para la misión.
Aunque el pasaje solicitado llega hasta el versículo 7, no podemos ignorar que el resultado natural aparece en el versículo 8: “Heme aquí, envíame a mí.”
El que adora correctamente responde con disposición; la visión del Dios santo, la confesión sincera y la purificación divina forman el corazón del siervo.
Isaías 6:1–7 nos enseña que la adoración no es solo un acto litúrgico, sino una experiencia transformadora:
Miramos a Dios y vemos Su santidad.
Nos miramos a nosotros y reconocemos nuestra necesidad.
Dios se acerca y nos purifica.
El corazón purificado se vuelve disponible para ser enviado al servicio a Dios.
Que nuestra adoración, como la de Isaías, nos lleve más allá de las palabras cantadas y nos conduzca a ese encuentro que purifica los labios, renueva la vida y enciende la vocación.
Para ampliar un poco más este tema, mira este video.
El poder purificador de un simple carbón. ICE la Orotava, 07/12/2025.
Esta sección tiene como meta, presentar información oportuna, interesante y hasta curiosa para el
conocimiento sobre Dios y tu futuro eterno.
Si ha sido de provecho compártelo en tus redes sociales, para que otros también sean bendecidos.
Mensaje basado en Marcos 10:1; Lucas 22:39–40; Lucas 4:16
Hay
hábitos que moldean la vida más de lo que pensamos. Un padre que cada mañana
dedica unos minutos a orar antes de salir de casa no solo está cumpliendo una
disciplina espiritual; está marcando un rumbo que, con el tiempo, influye en su
carácter, en la atmósfera familiar y en su manera de enfrentar la vida. Los
hábitos —buenos o malos— se convierten en senderos que pavimentan nuestro
futuro espiritual.
Cuando
observamos los Evangelios, descubrimos que el Señor Jesús también tenía
hábitos. No improvisaba su vida espiritual. En los evangelios destacan frases tales
“como solía” (Marcos 10:1; Lucas 22:39) y “su costumbre” (Lucas 4:16) para mostrarnos que el Hijo
de Dios vivió con patrones espirituales constantes y deliberados. Estas no son
menciones casuales: son ventanas a la forma en que Cristo caminó por este
mundo… para enseñarnos cómo debemos caminar nosotros.
Seguidamente
describiremos tres (3) costumbres del Señor Jesucristo dignas de imitar:
1.
Jesús tenía costumbres espirituales estables en medio del movimiento de la vida
(Marcos 10:1). El ejercía su
ministerio fielmente.
“…volvió Jesús a la región de Judea… y volvió el
pueblo a juntarse a él; y de nuevo les
enseñaba, como solía.”
Marcos
presenta a Jesús en un contexto dinámico, rodeado de multitudes y demandas
constantes. Aun así, el evangelista subraya que Jesús tenía un hábito:
enseñar. No respondía solo a la urgencia del momento ni actuaba guiado por la
presión externa. Su ministerio fluía desde una disciplina interna.
Exegéticamente
hablando, la expresión “como solía” (gr. ēthos o
eiōthei en sus variantes) implica repetición deliberada, un patrón
definido. Jesús no enseñaba ocasionalmente; enseñaba porque era parte de la
esencia de su misión y de su disciplina cotidiana. Antes que actividades
extraordinarias, la vida cristiana necesita hábitos santos. La formación espiritual
no ocurre por eventos aislados, sino por prácticas constantes: estudiar la
Palabra, servir, congregarse, discipular, enseñar. La estabilidad de una
iglesia no depende de momentos brillantes, sino de costumbres fieles.
Ahora en el evangelio de Mateo, se no describe el último mandamiento que el Señor les dejó a todos sus discípulos Mat 28:18-20. Allí el mensaje es claro "Id y haced discípulos... enseñándoles". Así que la costumbre del Señor de enseñar la palabra a sus criaturas, se traslada a nosotros en este pasaje. Debemos ir y ganar discípulos para luego enseñarles todas las cosas que el Señor nos mandó. (Si quieres ampliar con más detalle este punto ve el video adjunto).
2.
Jesús buscaba comunión con el Padre en o ración como un hábito, especialmente en
tiempos de prueba (Lucas 22:39–40). El
practicaba el hábito de la oración.
“Y saliendo, se fue, como solía, al monte de
los Olivos… Orad para que no entréis en tentación.”
En
el contexto más oscuro de su vida terrenal —previo a Getsemaní— Jesús vuelve al
lugar habitual de oración. Esta frase, aparentemente sencilla, es una de las
joyas pastorales más profundas del Evangelio.
Exegéticamente
hablando, Lucas usa el término que indica ruta frecuente,
dirección conocida. Jesús no buscó un lugar nuevo para enfrentar su angustia;
fue al lugar donde había cultivado su comunión. No improvisó la oración en la crisis: llevó la crisis al terreno donde
la oración ya tenía historia. No podemos enfrentar el día malo sin haber
construido un “monte de los Olivos” personal. Quien ora solo cuando está en
crisis, ora un día tarde. Los hábitos espirituales son preparación previa. La
iglesia de Cristo necesita lugares y ritmos donde, una y otra vez, se encuentre
con el Padre.
3.
Jesús tenía la costumbre de participar fielmente en la vida congregacional
(Lucas 4:16). El cumplía fielmente la costumbre de congregarse en torno a la
palabra divina.
“…y en el día de reposo entró en la sinagoga, conforme
a su costumbre, y se levantó a leer.”
Jesús,
siendo el Verbo encarnado, se sometió a la práctica regular de asistir a la
sinagoga. No por necesidad espiritual, sino por obediencia al camino del Padre
y como modelo para sus discípulos.
Exegéticamente hablando,
la expresión “su costumbre” muestra que Jesús participaba activamente en
la vida comunitaria: escuchaba la Palabra, enseñaba, adoraba junto al pueblo.
Esto no era ritualismo; era compromiso relacional y espiritual. Si Jesús —el
Hijo sin pecado— consideró esencial involucrarse en la reunión congregacional,
¿Cuánto más nosotros? La asistencia constante, la lectura pública, la adoración
colectiva no son meros hábitos sociales: son disciplinas formativas que modelan
el corazón de los creyentes y sostienen a la comunidad.
En conclusión,las Escrituras
no mencionan las costumbres de Jesús para llenar espacio narrativo; lo hacen
para mostrar una vida ordenada alrededor de lo esencial. Sus hábitos no solo
revelan a un Maestro disciplinado, sino al verdadero Hombre que vivió como
debiéramos vivir.
Enseñaba como solía → hábito de edificar.
Oraba como solía → hábito de depender.
Se congregaba según su costumbre → hábito
de participar.
Imitar
a Jesús no comienza con grandes gestas, sino con pequeñas fidelidades
repetidas. La iglesia de Cristo necesita recuperar estos ritmos: una vida
marcada por costumbres santas que, con el tiempo, nos formen a la imagen de
Aquel que seguimos.
Que
el Señor nos conceda establecer hábitos que lo honren y sostengan nuestra fe,
hasta que nuestras vidas puedan decirse también: “como solía”.
Amplia más este tema viendo este video. Costumbres de Jesús dignas de imitar.mp4
(Haz clic sobre el título para ver el video)
Esta sección tiene como meta, presentar información oportuna, interesante y hasta curiosa para el
conocimiento sobre Dios y tu futuro eterno.
Si ha sido de provecho compártelo en tus redes sociales, para que otros también sean bendecidos.
En una ciudad que conoce la fragilidad del agua —una ciudad que depende de estanques, no de ríos— Jesús promete algo que desafía el paisaje mismo: Ríos de agua viva fluyendo desde adentro. Era como decir: “Las ceremonias pueden recordar la provisión de Dios, pero Yo soy la provisión misma.”
Mientras el sacerdote derrama agua simbólica, Jesús ofrece agua real, la vida del Espíritu Santo en los que le reciben (Juan 7:39).
Mientras la gente celebra lo que Dios hizo en el pasado, Jesús invita a experimentar a Dios en el presente.
Mientras Jerusalén sobrevive de cisternas y reservas, Jesús promete una fuente inagotable. Hermanos y hermanas, este texto nos confronta con una verdad sencilla pero profunda:
No basta con participar en rituales. No basta con estar cerca del agua viva. Hay que beberla.
Dios no nos llamó a vivir de nuestras fuerzas, sino del fluir del Espíritu.
La vida del Espíritu no es un lujo, es la fuente de nuestra perseverancia, nuestro gozo y nuestro servicio.
Y un río no existe para sí mismo. Alrededor de los ríos surgue la vida, se alimenta la naturaleza, se crean grandes civilizaciones. Cuando Jesús promete que de nuestro interior correrán ríos, está diciendo que otros podrán encontrar vida espiritual a través de nuestro testimonio.
Tu hogar, tu trabajo, tu entorno, todos pueden ser bendecidos por lo que Dios está haciendo en ti. Y si hoy me escuchas y no te consideras creyente, permíteme decirte algo con respeto y amor: Esa sed interior que sientes no es un defecto, es una señal. Es Dios recordándote que fuiste creado para algo más que sobrevivir. Jesús no dijo: “Si alguno tiene mérito…” “Si alguno tiene una vida religiosa impecable…” No. Él dijo: “Si alguno tiene sed…” El único requisito es reconocer la necesidad. Él no ofrece religión, ofrece vida. No ofrece una teoría, se ofrece a Él mismo. Una invitación que sigue abierta. En aquel día final de la fiesta, Jesús no solo habló al pueblo reunido; habló a toda generación futura. Sus palabras aún resuenan: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba.” Y hoy, esa invitación sigue vigente: Para el cansado. Para el que ha buscado en pozos rotos. Para el que ha probado todo y nada lo ha saciado. Para el creyente seco y para el incrédulo sediento. Cristo no te ofrece un sorbo, te ofrece un río. No te ofrece un recuerdo, te ofrece una vida que fluye. No te ofrece rito, te ofrece relación.
Que cada uno de nosotros escuche con humildad esta voz que sobrepasa los rituales, que rompe el silencio y que sacia la sed más profunda: “Ven… y bebe.”